Antonio Sánchez García: Nuestra tragedia

Antonio Sánchez GarcíaAntonio Sánchez García

La principal tragedia de la democracia venezolana es que ella, desde el avieso golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, no ha tenido dolientes. Los tuvo en sus años aurorales, tras una década de sufrimientos y un siglo y medio de horrendas dictaduras, cuando sus mejores hombres –sin ninguna duda los de la Generación del 28– padecieron el mal de las tiranías hasta sus huesos y se comprometieron a poner sus vidas al servicio de la libertad: luchar contra las centenarias raíces del militarismo, del caudillismo y del feudalismo republicano heredado de una Independencia cruenta y devastadora, y hacerse a la magnífica tarea de construir la Venezuela moderna: libre, justa y próspera. Lo que finalmente obtuvieron, un 23 de Enero de 1958. Bajo el liderazgo incuestionable, así no se lo haya reconocido en sus justas dimensiones, de Rómulo Betancourt. Un líder superior a su tiempo, incluso a sus obras, como el partido, que jamás supo ponerse a su altura y hoy yace por los suelos. A su manera, Rómulo vive los logros y desdichas de Bolívar. Incluso un mortal atentado. Fue, como Bolívar, un Sísifo, un Prometeo. Un solitario.

Con Carlos Andrés Pérez se extinguió ese poderoso impulso creador, modernizante, nacionalista, ambicioso de grandezas y proyectos de la joven democracia venezolana. Luego de su caída, en su segundo gobierno –al reelegirse cometiendo un error propio del caudillismo civilista venezolano del que él y su mortal antagonista Rafael Caldera sufrieran en grado sumo– provocada por la inquina, la envidia, la mezquindad, la ambición y el rencor de las élites –esas que han marcado el devenir de Venezuela desde los tiempos de La Cosiata y la rebelión valenciana, la revolución de las reformas y la Guerra Federal, culpables de nuestros ancestrales fracasos como nación –solo CAP supo comprender que con su caída y liquidación se atentaba no contra su figura, asunto menor y por demás secundario, sino contra la propia Venezuela democrática. Supo como en un fulgor de sabidurías que no era más que el heraldo de la muerte de la República. Cosa que ningún otro político o intelectual de esos tiempos –ni Caldera ni Uslar, ni Otero Silva ni Juan Liscano, muchísimo menos los chacales de la política nacional como José Vicente Rangel o Luis Miquilena, al servicio del crimen– siquiera intuyeron. Recuerdo con particular agradecimiento a los únicos tres intelectuales que previeron con astronómica exactitud la tragedia que se había incubado en los cuarteles y estaba a punto de devorarse al país, en diciembre de 1998: Juan Nuño, Luis Ugalde y Manuel Caballero. Del resto, desde Cabrujas hasta el mismo Uslar, todo fue chanza, jolgorio preocupación de circunstancias, telenovelas. Duelo, ninguno.

Lo recuerdo con pesar pues supimos, mi esposa y yo, desde la misma madrugada del 4 de febrero de 1992, que la democracia venezolana había sufrido un golpe mortal del que no sabría recuperarse. Los golpes de Estado, lo sabíamos por experiencia propia pues los habíamos sufrido, son graves quebrantos orgánicos, infartos que pueden llegar a ser mortales para el Estado de Derecho. Que la maravillosa Venezuela que nos sedujera casi que con locura desde que pisáramos su suelo por primera vez, una madrugada de fines de junio de 1977, había dado un grave traspiés y nada indicaba que existiera la conciencia, no digamos la voluntad o la pasión, como para ponerle un atajo inmediato y volver las cosas a su sitio. Con coraje, con hidalguía, con viril voluntad y decisión. Toda Venezuela cayó en la vorágine del golpismo. La atmósfera pública previa al golpe ya era consciente o inconscientemente golpista, vorazmente automutiladora, de alpargatas, arpa, cuatro y maracas a la búsqueda de derrumbar los muros de la estabilidad y resguardo de las libertades públicas y regresar como en un ataque de histeria a nuestras peores taras. Los tiempos llamaban a la retaliación, a la venganza, a la guerra civil. Y era tal la fuerza que el golpismo de las élites –medios, universidades, academias, las llamadas “fuerzas vivas” y folklóricas de la nación– había sembrado, consciente o inconscientemente, sobre todo en el seno del último refugio y resguardo constitucional, las fuerzas armadas, que las raíces sembradas por la Generación del 28, que dieran sus primeros frutos el 23 de Enero de 1958, se habían podrido. Nada sería capaz de impedir el derrumbe de la democracia y la devastación de la República. Y nos vimos sumidos en una fatal impotencia ante la marea de las babas del diablo. No hay forma de convencer a un suicida dispuesto a lanzarse al abismo, menos si cree poseer alas y piensa que caerá en mares de ensueño. “La isla de la felicidad”, lo llamó el mensajero de la tragedia. La figura más perversa y devastadora que haya llegado al poder de Venezuela en sus doscientos años de historia. Por lo menos desde los tiempos de Boves y Antoñanzas.

A mí me conmueve, un cuarto de siglo después, el tronar del sálvese quien pueda y el masivo abandono de sus hijos. La joven paridora de repúblicas, generosa hasta el extravío, pero carente de un elemental espíritu de autoconservación y sobrevivencia. Entregada a sus impulsos más africanos, bárbaros y salvajes, invertebrada, inconsciente, inmediatista, autodestructiva. Veo una Venezuela transida de dolor, minusvalorada, por nadie tomada en serio, simple campamento de extracción de riquezas y madre prodigiosa carente de esposo y capaz de alimentar a sus hijos aún bajo las peores y más trágicas circunstancias. Ultrajada con descaro por bandas y pandillas de hampones ideológicos, asesinos y salteadores sin patria, sin Dios ni ley que encubren su sed de sangre y su voraz afán de exterminio tras la máscara de ideologías extranjeras, que ni siquiera comprenden, sirviendo con servilismo a la voracidad imperial de nuestros enemigos. Sus socios en el crimen.

Gracias al inmenso sacrificio de nuestros mejores hijos y a la tenacidad y perseverancia de los últimos líderes –nunca temí nombrarlos ni acompañarlos en sus combates: María Corina Machado, Antonio Ledezma y, en sus mejores momentos de lucidez y activismo político, Leopoldo López– el mundo ha visto por primera vez desde el 19 de Abril de 1810, fecha de nuestro nacimiento, cuánto sufre nuestra patria y cuánto sufrimos los últimos venezolanos. Y ha tomado en sus manos la antorcha de nuestra libertad. Son nuestros primeros dolientes. Han librado en la OEA una ejemplar batalla. Y lo que nos llena de satisfacción y orgullo, bajo el liderazgo del inestimable secretario general, Luis Almagro, y ayer del canciller chileno Roberto Ampuero, que saldaba una vieja deuda.

A juzgar por el ánimo y la decisión con que vienen, no desfallecerán hasta ver renacer a Venezuela de sus ruinas. Creo en ellos. Y así me duela en el alma tener que confesarlo: no creo en quienes, fieles a un espíritu de vieja servidumbre que confunde la política con el acomodo y colecta de favores y prebendas sin patria. Confundidos en un solo haz de fuerza, esos factores internacionales aliados a la idea de una democracia liberal y republicana, justa, libre y próspera que podemos representar los últimos venezolanos y únicos dolientes, conquistaremos nuestra segunda Independencia.

Tendrá mucho más valor que la primera. Créalo.




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