Claudio Nazoa: Venezuela potencia


La locura es incurable. Irónicamente, quienes la sufren no se dan cuenta de que la padecen. Afecta al orate y sobre todo a quienes lo rodean.

A ningún loco le da por hacer cosas buenas. Con raras excepciones, se consigue alguno inofensivo que canta o escribe (no es contigo Leonardo Padrón).

Quienes han estado en el aeropuerto de Maracaibo deben recordar a un hombre que canta sin parar desde las 5:00 de la mañana hasta las 10:00 de la noche. Por el escándalo que hace, parece que se hubiese tragado un equipo de sonido. Loco no se cansa. Al principio es una cosa simpática, pero una hora después y sin aire acondicionado, tal y como ocurre en ese aeropuerto, la situación es como para volverse loco.

Cuando estudiaba en la universidad, una compañera de clases se tostó. A la pobre le dio por escribir día y noche en una máquina eléctrica. Sus compañeros aprovechamos para que ella nos pasara cuanto trabajo había. Lo hacía de manera impecable. Cuando no hallaba más que copiar, se ponía a transcribir noticias que aparecían en los periódicos.

Soy lo que llaman un imán para que los orates se me peguen. En cierta ocasión, estando en la avenida Baralt, miraba una vidriera y sentí que había alguien detrás de mí. Al voltear, vi a una loquita de calle curtida de cuanto sucio había. Se quedó mirándome fijamente y con dulzura, dijo:

—Él no es tan feo… –Dicho esto, me mandó una supercachetada que me tiró al piso.

Tenía, y esta es otra historia, una novia psiquiatra quien trabajaba en un hospital de Caracas. Un día fui a buscarla y se me acercó un hombre elegantemente vestido.

—¡Claudio!, ¿cómo estás? –Pensé que era el director del hospital o un médico y lo saludé normal.

—Bien, ¿cómo está la vaina?

—Bueno… aquí. Mi suegra, quien es juez, me declaró enfermo mental y me internó porque me descubrieron montándole cacho a su hija. ¡Estoy volviéndome loco con esta injusticia! ¿Podrías, por favor, entregarle esta carta al fiscal que lleva el caso para explicarle la situación?

—¡Claro! –dije.

Cuando salía del hospital, me lanzaron una piedra que me rompió la cabeza. Detrás de la cerca, estaba el tipo elegante con otra piedra en la mano.

—¡Come huevo! ¡Acuérdate de mí vaina! ¿Oíste?

Pero lo peor que me ha pasado es esto que voy a contarles. ¡Juro que es verdad! Enciendo el televisor y, ¿adivinen qué?: Maduro, encadenado, inauguraba una exposición llamada “Venezuela Potencia”.

Sé que no lo creen, pero pasó.




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