La cola por leche en polvo en Makro transcurrió entre golpizas y disparos al aire


Ya en Venezuela no se vale decir que terminó la cola. Cabe otro término, como que finalizó una jornada en la cola. O que ahora la cola la conforma otra gente: la misma gente, publica Correo del Caroní.

El asunto es que la cola estaba, como estos días, y al igual que siempre, nadie sabía qué se iba a vender este jueves. Qué tanto: hay que meterse en la cola para agarrar, para comprar barato, para sentirse parte de Venezuela, la Venezuela de hoy en día.

Porque en la cola no solo hay la esperanza de comprar algo, que en este caso fue leche en polvo, según se supo cuando empezó el horario de ¿atención? al ¿público? y el sol se lucía sin intermediarios.

Cola. Calor. Y la frustración de no saber si, a ciencia cierta, iba a poder comprarse. Los elementos no son empáticos. El desorden de los factores afectaba ese producto. Y si se le suma un contingente de milicianos y guardias nacionales se obtiene la fórmula para resumir lo ocurrido ayer en Makro Puerto Ordaz. Como pudo ser en cualquier cola. La cola en Venezuela.

Antonio Medina llegó a las 9:00 de la mañana de este jueves a Makro. Calculando de forma arbitraria, desde esa hora hasta las 4:00 de la tarde había avanzado unos 200 metros en la cola. Sudaba y decía que “la gente no puede ni hablar aquí”.

La sensación de Antonio era generalizada. Calor. Estar al lado de una pared caliente para tener unos centímetros de sombra. Una fila de tercera edad que pronto se dispersó y se convirtió en bululú ondulante. Unos gritos de que aquel se coleó. Y el primer disparo al aire.

La detonación no provino de la cola de la tercera edad, sino de la otra, la que rodeaba el borde externo del estacionamiento hasta casi su último rincón. Mientras sonaban los disparos, hubo un complemento visual: tres milicianos golpeando en la cabeza a un hombre mientras lo desincorporaban de la cola. Lo golpeaban con un palo de escoba recortado. Con táctica, consistencia y empeño. Una, dos, vaya a saber cuántas veces.

La escena se repitió con dos hombres más. Los disparos al aire también. Los milicianos blandían sus palos de escoba recortados. Los guardias nacionales apretaban el gatillo. Cada quien en lo suyo.

***

No se supo por qué. Pero de repente dos mujeres se prodigaban arañazos, jalones de cabello y golpes. Una tenía el uniforme de la Milicia Bolivariana. La otra, una franela de tiros y un tatuaje en la espalda. Amagaban poses pugilísticas y se encontraban en el contacto violento. Otros disparos sonaron.

“Vente, cabeza e’ perro”, le dijo la del uniforme a uno de sus compañeros. Iban tras la protagonista civil de la pelea. La retuvieron unos minutos dentro del supermercado y una multitud se congregó en la puerta a corear que la suelten, que la suelten, que la suelten. Uno de los guardias disparó al techo.

Cuando la soltaron, la mujer regresó a la cola. Recibió felicitaciones y apretones de mano: fue tomada como la heroína de la jornada, la vergataria que se enfrentó a los militares. No faltaba más.

El delirio amainó con el sol. “Si uno quiere ser feliz en Venezuela lo que tiene que hacer es vivir en VTV”, dijo alguien con sarcasmo.

Ahora, uniformados y civiles se contemplaban entre desafíos desganados. No había ímpetu, la verdad. Sólo cansancio, insolación y la búsqueda incesante de agua: guardias, milicianos y compradores se igualaron, al menos, en la necesidad de hidratarse. Pero había otras coincidencias que resultaron menos tácitas: los rasgos humildes de todos. Porque todos, se supone, son pueblo. Todos, venezolanos.




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