Roberto Giusti: Pobre hombre


12   Manganzón, solazándose en el desastre y la improvisación, Stalin lo despreciaría por impotente

Una de las ventajas, como si las materiales ya fueran pocas, que el hombre tiene sobre la oposición es la sicológica. Luego de casi trece años de gobierno ha logrado transmitir la falsa sensación de su insumergible, perpetua y definitiva presencia en el poder. La revolución es irreversible, no volverán, el socialismo es un proyecto para mil años y demás sandeces han calado hondo. El discurso del odio, que es el del terror, para colocarlo, en oferta, como un hombre de mentalidad totalitaria, resulta una farsa que sólo existe en su imaginación y en el temor inducido que provoca en la gente que se le opone, mientras refuerza el mito de su infalibilidad entre quienes siguen apoyándolo.

Me explico, él es un hombre de mentalidad totalitaria, pero dos factores lo alejan de esa aspiración que se va quedando en el camino. Primero, el carácter anárquico de un gobierno que no pudo controlar absolutamente a la sociedad. Todo lo contrario. Cada día aumenta el número de los frustrados y esa falta de control, que sobrepasa los límites del orden democrático, se manifiesta en realidades sobrecogedoras como el valor de la vida, reducido a cero. Así, la diferencia entre ser asesinado o sólo atracado depende del azar, cosa que no ocurría en los regímenes comunistas y fascistas, donde el privilegio de matar corresponde, en exclusiva, al Estado. En fin, los gobiernos totalitarios exigen un nivel de eficiencia que el pobre hombre no alcanzó nunca.

El otro factor tiene que ver con la sobredosis de vanidad que anida en la mente del susodicho. La novedad, a medias, que significaba demoler la democracia a punta de votos, una llamativa paradoja de su ciclo, lo fuerza a insistir en la obsesión electoral, en un ansia de aclamación que sólo le pueden proporcionar las masas, ahora renuentes y esquivas a una adoración que él persiste en arrebatarles por todos los medios. Quiere ganar con los votos y estos ralean peligrosamente.

Le queda, entonces, su inagotable capacidad persuasiva, la demagogia, el dinero, la falta de escrúpulos y la ineficacia de un gobierno cuyas flaquezas y falta de consistencia se convierten en amenazas que nunca llegan a las últimas consecuencias. Manganzón y sabrosón, solazándose a en el desastre y la improvisación (Stalin lo despreciaría por impotente) las vulnerabilidades le afloran por todos lados. Pero, increíble, él, como Alí, cuando Frazier lo estremecía con el poder de su gancho de izquierda, hasta enviarlo a lo lona, sacude la cabeza, mueve su mano enguantada en ademán negativo para decir que no, que ese golpe no le llegó. Que él sigue siendo “el más grande”. Y eso estando solo en el ring. De manera que lo que hay que derribar, no es al pobre hombre, sino a su mito. Y eso le toca más a un fajador que a un estilista. 




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